TECLADO INVITADO: JUAN ANTONIO GARCIA AMADO
Saludos a todos. Soy Juan Antonio García Amado y agradezco a Pablo Bonorino por haber colocado en su blog, para el trabajo con los estudiantes, unos fragmentos seleccionados de mi texto sobre la llamada Ley de Memoria Histórica. Y, cómo no, también agradezco mucho a los estudiantes la lectura y los comentarios que han hecho aquí.
No puedo embarcarme en respuestas prolijas ni en diálogos particulares, aunque la mayor parte de las intervenciones merecerían atención muy detallada. Así que haré unas consideraciones generales, al hilo de lo que mantienen unos u otros y que me llama más la atención o puede dar lugar a más jugosas polémicas. Disculpen también que no vaya nombrando a los diversos y muy atentos interlocutores.
1. Las consideraciones que en mi texto hago sobre el papel que han jugado los nacionalismos llamados periféricos (existe también un nacionalismo español, de ahí que haya que poner adjetivos) pretenden ser descriptivas más que valorativas. Esa descripción de lo acontecido envuelve, inevitablemente, interpretación de los hechos. Uno y otro, descripción e interpretación de los hechos históricos de los que estamos hablando, puede ser acertado o no, sobre eso cabe discutir mucho. En cambio, otras valoraciones puramente políticas o de partido me interesan aquí bastante menos.
Por ejemplo, me interesa poco entrar a debatir si los nacionalismos son malos o buenos. Puedo darles mi opinión particular, pero no es más que eso, una opinión particular más. Es la siguiente: me interesan muy poco esas discusiones entre nacionalistas españolistas y nacionalistas gallegos, vascos, catalanes, asturianos -yo soy asturiano-, etc. Fueron un buen divertimento mientras éramos ricos y un buen pretexto para disputarnos a mordiscos las tajadas, cuando todavía quedaban tajadas que repartir. Ahora, que vamos de nuevo para pobres y que se nos acabó la fiesta ésa en la que se podía ser al mismo tiempo muy progre, muy nacionalista del centro o de la periferia y, al tiempo, pegarse la gran vida a costa del erario público y gastar el dinero común en pendejadas sin cuento, ahora empezará a sonar absurdo andar discutiendo lo que hasta hace cuatro días nos apasionaba. Los temas del debate político en nuestro Estado empezarán a ser otros; ya han empezado en realidad. Cuando vamos camino de los cinco millones de parados y mucha gente ya no tiene para comer, empieza a haber cuestiones serias y urgentes de verdad y se tiene que acabar el tiempo y el dinero para dar gusto a burguesitos ociosos y quejosos y de acá o de allá. El problema ya no serán ni los idiomas ni las banderas, sino qué comemos y dónde trabajamos. Cuando retorne la riqueza, volveremos a divertirnos jugando a las patrias -a las patrias españolas, vascas, asturianas...-
Es más que probable que de esta crisis económica salgamos, si salimos, con una pérdida notable de soberanía, controlados, administrados, organizados por la UE y más dependientes que nunca de Europa y de diversos organismos internacionales, además de mucho más pobres de lo que hemos sido en las últimas décadas. Así las cosas, andar riñendo en el hueco de la escalara sobre si la del sexto tiende la ropa muy mojada o el del tercero cierra muy fuerte el portal es entre ridículo y cutre. Y, con todos los respetos, a mí casi todo el debate que hemos tenido aquí hasta ahora entre los que quieren autodeterminarse muchísimo y los que temen que España se rompa me parece eso, una pelea de patio de vecinos ceporros y cutres.
Ha recomenzado la emigración española. De lo de emigrar fuera saben mucho los gallegos; también los asturianos. Más de cien mil españoles han hecho las maletas este año y se han ido de aquí por falta de trabajo y salidas, sobre todo a Latinoamérica. La mayor parte son profesionales cualificados y personas con carreras técnicas. Yo mismo tengo un hijo de 28 años que ha pasado los últimos siete años fuera de España y no piensa volver (ni tendría a qué, seguramente). Es ingeniero informático, trabajó en el CERN en Ginebra y ahora lo hace en un laboratorio de California, en Berkeley. Cuando él y yo nos encontramos, un par de veces al año, nos hablamos en asturiano (bable), que era la lengua de mis padres y de mi aldea. Eso tiene para nosotros una carga afectiva hermosa. Pero, obviamente, a mi hijo la autodeterminación de Asturias o que España sea más soberana o menos frente a la UE le importa tanto como quién gane la liga ucraniana de fútbol: nada. Se pasa casi todo el año hablando inglés en su trabajo y en los países donde vive, sabe que es probable que cambie de país y de empresa todavía unas cuantas veces en su vida y no encuentra ningún aliciente en estos debates sobre si hace pis más largo un asturianista o un españolista, o Zapatero y Rajoy, etc., etc. Apelo a la anécdota personal con propósito de ilustrar mi tesis general: que ya va siendo hora de que salgamos del cascarón triste de nuestras disputas parroquiales y paticortas. España, Europa y el mundo se están poniendo en una situación tan complicada y decisiva, que debemos pensar en las cosas realmente determinantes y no en clave de política corta de miras y llevada como se lleva el fanatismo por este o aquel equipo de fútbol. Al menos entre universitarios que, como corresponde teóricamente a su condición, sean capaces de ver más allá de la punta de su propia nariz.
2. Con lo anterior ya dejo pista suficiente para responder a la pregunta de si los nacionalismos me preocupan o si considero que la autodeterminación de tal o cual territorio sería un gran problema. No me preocupan, aunque me da un poco de pena ver a la gente concentrando en eso su lucha y su esfuerzo, con lo que queda en el mundo por hacer y por arreglar para los que se sientan y se quieran progresistas y partidarios de la justicia social. Los nacionalismos son el caldo de cultivo perfecto para una nueva casta de burgueses que se buscan así el cocido y es status y que vuelven a hablar del pueblo y en nombre del pueblo como si de él algo supieran. Todos los nacionalismos, incluido el españolista. Los otros, los periféricos, son su mera imitación. Yo fui niño todavía bajo Franco. Los discursos de entonces sobre almas de la nación, espíritus del pueblo, glorias de los antepasados y venerables tradiciones de la tierra los vuelvo a escuchar ahora en otras bocas. Allá cada cual. Yo no creo ni en dioses ni en patrias ni en comunidades de ningún tipo como organismos vivos.
Dicho todo esto, escrito tengo en otras partes que deberían convocarse referendos de autodeterminación allí donde exista una cierta demanda. Completamente en serio y con compromisos muy serios. Si sale que sí, adelante; si sale que no, veinte años sin volver a dar la lata con los llantos y las posturitas. Me siento tan hermano de los holandeses como de los castellanos o los murcianos o hasta los asturianos, puedo apreciar tanto a un andaluz como a un boliviano, etc., etc.; si mañana Galicia fuera un Estado soberano, creo que no perdería por eso ninguno de mis buenos amigos gallegos. Las fronteras son mentales y el progreso consiste en suprimirlas, en suprimir esas fronteras que te hacen pensar que es mejor una persona, o más herman, por ser de Lalín que por ser de Sebastopol. De todos modos, comprendo también que hay gente a la que no le gusta viajar y que prefiere comer toda su vida el cocido tradicional de su pueblo (o la paella como plato nacional español, da igual, tanto monta). Ha de haber de todo.
3. Para convocar esos referendos que deberían hacerse, habría que reformar la Constitución, eso es obvio. Pues que se reforme, hay procedimientos para ello. Con lo que no estoy de acuerdo es con el argumento de que en esta Constitución, tal como es y está, para bien y para mal, cabe o ha de caber todo. No cabe, por ejemplo, la pena de muerte, pues la prohíbe. Tampoco cabe un Estado confederal declarado o la secesión de un territorio, pues también los prohíbe, aunque sea con otras palabras. Una Constitución, cualquiera, no es un documento que sirve para dar pretexto a cualquiera para hacer lo que le dé la gana, sino una norma jurídica que fija las reglas del juego común en un Estado. Esas reglas pueden gustar o no, ése es otro asunto. Si no gustan, se lucha para cambiarlas, pero es pueril ver a todo zurrigurri gritando que la Constitución le da la razón a él y que cómo no va a dársela si la tiene.
El argumento de que si miles de personas quieren algo deben ser atendidas es peligroso y nada convincente. Si se les pregunta, tres cuartas partes de los españoles -centrales y periféricos- quieren la pena de muerte, la castración -quirúrgica- de los delincuentes sexuales, la expulsión de los inmigrantes que no sean futbolistas, la guerra sucia contra el terrorismo, etc., etc. Así que eso de que haya que dar la razón a cualquier grupo, incluso mayoritario en un territorio, nada más que porque ese grupo grite, conviene pensarlo más despacito.
4. No es verdad que se haya silenciado lo ocurrido con el franquismo y sus víctimas. En absoluto. Se han realizado investigaciones sumamente completas, hay cientos y miles de libros muy documentados y completos. Los historiadores no han callado. Si la gente no tiene “memoria histórica” es porque no lee. No ha existido ninguna prohibición de investigar y publicar, y así se ha hecho. Otra cosa es que la reparación a las víctimas se haya hecho muy lentamente, con cuentagotas y de manera mezquina muchas veces. Pero cada cosa es cada cosa. La llamada Ley de Memoria Histórica podría haber sido mucho más generosa. Si no lo fue, se deberá a que sus autores y redactores no han querido que lo fuera. Que cada palo aguante su vela. Pero se han echado muchas cortinas de humo para ocultar que el PSOE no dio la cara en esto como debía. Una de las más claras sucedió con el “caso” Garzón: acabó pareciendo que la víctima era Garzón. Y no lo era, en absoluto. Las víctimas fueron otras, pero dejó de hablarse de ellas y de sus herederos que reclaman su memoria para pasar a hablar de Garzón nada más. Y como ese caso, tantos otros. Las víctimas del franquismo sólo han servido para que los partidos las utilizaran estos últimos años, como juguetes. Pregúntese a cualquier asociación de víctimas lo que piensan de la ley y de esa manipulación. Ellos sí saben de lo que hay que hablar y lo que significó la Ley, no los periódicos de este o el otro partido.
5. Allá por noviembre del año 2002, si no recuerdo mal ahora, en tiempos de gobierno de Aznar, además, la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados aprobó, por unanimidad, una declaración formal de condena al franquismo y de proclamación de la ilegitimidad e injusticia de la dictadura. Por unanimidad. Es uno de los puntos de arranque de lo que llegará a ser la Ley de Memoria Histórica. Pero, luego, la unanimidad se rompe cuando los partidos, de un lado y de otro, deciden politizar el tema y buscar desacuerdos que presten votos.
A estas alturas, cuando han pasado setenta años desde el fin de la guerra civil y treinta y cinco desde el fin del franquismo, las únicas reparaciones reales que cabían para las víctimas eran las simbólicas. Es casi imposible que pudiera juzgarse a algún autor de crímenes del franquismo o, incluso, del otro bando, como algunos dicen. No queda ninguno vivo o en edad para responder, si hablamos en serio. Y no estoy mencionando el problema jurídico que supone la Ley de Amnistía del 78. Pero al hacer que se discutiera sobre si se debía procesar penalmente a alguien y con toda la “movida” mediática en torno a Garzón y sus patochadas jurídicas, se estaba ocultando que la Ley de Memoria Histórica no dio dos prestaciones fundamentales, reclamadas por encima de todo por las asociaciones por la memoria histórica: la anulación jurídica plena -no la simple declaración de injusticia, como hace la Ley- de los juicios de ciertos tribunales franquistas, como el de Represión de la Masonería y el Comunismo, el TOP y otros, y el pleno compromiso del Estado con la exhumación de los restos enterrados en fosas comunes. Esto último lo ha hecho, por ejemplo, la ley catalana en la materia, pero no la ley del Estado de la que estamos hablando.
No se ha hecho lo esencial que se reclamaba -y que reclamaba la justicia-, pero hemos vuelto a embarcarnos en las más tontas polémicas entre izquierdas y derechas; no entre doctrinas políticas serias y consistentes, sino entre eslóganes para consumo de masas iletradas.
6. Permítanme que termine copiando un pequeño artículo mío, publicado hace tres o cuatro semanas en El Mundo de León, donde tengo cada jueves una pequeña columna. Esta vez se titulaba “Esos muertos también son nuestros”. Dice así:
Es un goteo continuo, van apareciendo mes a mes, día a día. Hemos caminado durante muchos años sobre cadáveres sin nombre, sobre fosas comunes. Aquí mismo, en Matallana de Valmadrigal, la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica acaba de desenterrar los restos de ocho ferroviarios asesinados en el otoño de 1936. Ahora se investiga su identidad o se espera que algún familiar los reclame, les dé un nombre y les traiga un recuerdo amable y desolado.
Esos muertos son de sus familias, sí, y de los que compartieron su causa. Pero también son nuestros, de todos, de los que hemos reconstruido una nación sin recordarlos. Necesitamos recuperar nuestros muertos. Cómo, después de tanto tiempo, hemos podido regresar a las viejas disputas, a la dialéctica cainita, al pesaje a tanto alzado de los sacrificados y al y tú más y los tuyos peor. Quién y con qué intereses nos envenena el más elemental sentido de la ecuanimidad para que no les hagamos ni una justicia mínima a los que no tuvieron ninguna, a los que no han dejado descansar en paz. A quién ha de molestarle todavía que se abran esas tumbas infames para poner nombre a los huesos, para rezar por los fusilados, sean quienes sean y de donde sean, y hasta, si alguien quiere, por el dudoso descanso de los que apretaron el gatillo o bendijeron esas venganzas de amanecida. A quién le queda odio o mezquindad bastante para regatear, aún, justicia y misericordia, para escatimar hasta los símbolos, a estas alturas, para no recibir con los brazos abiertos a esas víctimas en este país en el que, se supone, ya cabemos todos sin necesidad de matarnos.
Qué mentes impías hicieron renacer los enconos al hilo de una ley de memoria histórica que, a la hora de la verdad, acabó siendo cicatera, generosa en palabras y avara de ayudas, que otra vez abandonó a su suerte a los vilmente ejecutados y a quienes los buscan nada más que para honrar su memoria y lavar su honor. Quién volvió a señalar amigos y enemigos, quién quiso que desempolváramos las afrentas, qué tajada buscó el que, de nuevo, prefirió el odio antes que la memoria. Quién y por qué nos escamotea esos muertos, que son de todos, si es que algo nos queda de compasión y de decencia.
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